Sobre dolores y laceraciones por Sergio Manganelli
Represión a la “Marcha por la Vida”, en Buenos Aires (1982). Fotografía: Eduardo Longoni.
A Ernesto Sábato
Existe en el hombre una necesidad aparentemente natural de obtener
poder y supremacía por sobre el resto de la sociedad, lo que
pretendería justificar el empleo de medios antagónicos a los principios
humanitarios. La competencia despiadada. La canibalización del ser
humano en pos de beneficios personales o sectarios, o la mera carrera
por el manejo de los resortes del poder, evidencian la esterilidad de
las pautas de formación que impone este tiempo de cerebros utilitarios y
corazones matemáticos. El retorno del hombre a las cavernas, a la
sumisión a través de la fuerza, es una realidad contemporánea a esta
era de avances tecnológicos, con el agravante de que se ha sustituido
el garrote —elemento aunque contundente todavía romántico— por argucias
y engranajes milimétricamente pensados. Dotados de una agudeza y
efectividad tales que permiten acceder a las más variadas bajezas,
tomando de la caja de Pandora todo aquello que allane el camino hacia
el poder. De esta semilla, y a la sombra de una cultura del
oportunismo, nacen las dictaduras, es decir, el avance de la fuerza en
favor de la sofocación de las ideas. El poder absoluto. La autocracia y
la dominación. El ahogo de las libertades individuales. Y un paraíso
en donde el hombre es obligado a alimentarse del fruto, perecer, o
exiliarse en pequeños infiernos personales. El silencio.Dictadura: “Gobierno que se ejerce fuera de las leyes de un país, invocando el interés público” (Diccionario Magister —1970—, Editorial Sopena Argentina).
El retroceso arbitrario a una Edad Media en la que el hombre no tiene permitido beber del agua que ha probado. Las dictaduras son el reflejo claro del imperio de la prepotencia sobre la ley y la razón.
El despotismo y sus garras milenarias sobre la voluntad de los más débiles.
A partir de ello queda sobreentendido que toda manifestación que exceda lo mecánicamente permitido, se convierte en un atentado contra el nuevo “orden”, cuya raíz se nutre en la subversión del estado de derecho, el relegamiento de las instituciones republicanas, y esencialmente la supresión de las garantías que las constituciones prevén para los ciudadanos de una nación. Paradójica, trágica e irónicamente, este cúmulo de bondades se presenta envuelto en la bandera del bien común, y bajo el desenfadado lema de preservar para las generaciones venideras lo que de plano se nos ha quitado.
El orden se constituye en mordaza del deseo, y las pasiones en pecado capital.
Un Estado faccioso toma inmediata presa de todos los elementos de formación de pensamiento y opinión, discriminando y aboliendo aquello que aún puerilmente pueda proponer un ideal de soltura. La cultura es botín de guerra.
Nada parece escapar al control oficial. Se tejen métodos de silenciamiento de la prensa independiente, se eliminan todas las formas de participación popular. Actúa la censura sobre la creación o representación artística, ofreciendo a cambio una vasta fauna de abominables modelos de una cultura tan falaz como insípida. No están exentas de la proscripción obras cuyo tiempo de creación, temática y ambientación son claramente distantes de los motivos que esgrimen quienes las censuran. Lo que hace doblemente incomprensibles las supuestas causas de su mutilación o prohibición. Así, en la historia, la humanidad ha presenciado la destrucción de obras de real valor artístico en oprobiosas hogueras moralizadoras. Casualmente, en los umbrales de la Segunda Guerra Mundial —al sólo efecto de citar un antecedente— los partidarios de aquella forma de locura que pregona la superioridad en la raza, tan alarmantemente palpable en nuestros días, ocupaban el tiempo en alimentar su piromanía con escritos célebres, preferentemente de autores judíos, sin que ello fuera de carácter excluyente. La consigna es arrasar cuanto represente un punto de comparación, un parámetro de libertad, una invitación al análisis crudo, o la sutil insinuación de una realidad diferente a la impuesta.
La piedra angular de este sistema es la marginación de quienes tienen la necesidad de rescatar ideales, recrear sentimientos, haciendo pública la evidencia de lo contranatural del suceso institucional, por lo que los artistas independientes gozan en el concepto estatal de un lugar de privilegio en la nómina de enemigos de la sociedad. Acallar la voz de la conciencia es el objetivo, provocando confusión general, tras la sórdida cortina de humo de la lucha contra ideologías foráneas. Preservar las instituciones, sustentar una moral propia y unilateral, imponer un patriotismo sin autocrítica, sin otro sustento que la adoración simbólica de valores impracticados. En esta realidad, una canción puede significar lo mismo que un arma, y la poesía, más cercana a los dolores de la tierra que a las deidades del Olimpo, cobra la forma de panfleto lesivo a los intereses del régimen. Nadie en su sano juicio —esencialmente en buen estado de salubridad moral— podría sostener que la sola tenencia de bibliografía con temática opuesta a sus postulados pueda constituir delito, y menos aun un acto violento en reacción a esa forma de desgobierno. La expresión de las ideas deja de estar garantizada, y aunque a veces no adopte el color de declaración oficial, las listas de prohibiciones y “sugerencia” de no difusión transitan, anulando una porción fundamental de la comunicación y la cultura.
Las editoriales desdeñan, en una suerte de autocensura, la obra de escritores marginados, a partir de la insinuación oficial de ser inconvenientes para la formación cultural del pueblo. De esta forma, tan sólo se logra aletargar la difusión masiva de textos que igualmente circulan en medios alternativos. Idéntica situación genera la autocensura y censura subrepticia por parte del Estado, con las radiodifusoras, canales de televisión, teatros, bibliotecas públicas y por supuesto, los programas de educación, o su aplicación por parte de los docentes.
Ante el rumor o la sospecha de que una obra es mal vista desde las esferas gubernamentales, los resortes del temor se tensan, produciendo una especie de paraguas llamado autocensura. Ello no carece de justificaciones válidas para quienes muy a pesar de sus propias convicciones deben desmontar espectáculos, recortar escenas, adicionar ridículos “bips” en cintas magnetofónicas, o presenciar la autopsia censora de su obra literaria, por una crítica absurda y mal intencionada, carente por completo de concepciones de belleza, e investida de una mediocridad burocrática que sólo puede aceptar de buen grado los abortos culturales de adulones y genuflexos. La palabra es una herramienta perniciosa con la que cuentan los opositores, y es necesario establecerle un molde y una medida razonables. No hay espacio para la esencia. Todo debe ser visible y mortuoriamente estático. Es preferible el silencio forzado a las palabras con eco. A las frases que resuenan en la memoria colectiva. La fuerza es el derecho fáctico, y no hay más ley que ella.
Nada debe alterar la bucólica placidez del pensamiento, impartido desde las alturas. El ser humano puede ser feliz sin tantas complicaciones intelectuales y filosóficas. No hay que meterle pajaritos en la cabeza a la gente. Alcanza con instalar una atmósfera de festejo artificial, de patriotismo sin sustento, para que puedan disfrutar de una vida planificada en el orden. Lo demás son perversiones de la mente. La hilaridad artificial, la idolatría a modelos del ser nacional prefabricados, la imagen de lo “simple”, son la clave para lograr una idea de que todo está bien. La esencia, el fondo de los hechos, la verdad, la razón, el consenso, el diálogo, son molestias innecesarias para el destino de pueblos que bien pueden ser guiados por pequeños grupos de notables.
Los otros, los que pretenden una visión alternativa de la existencia humana, deben ser —y por lo tanto son— marginados, vulnerados en sus derechos de ser humano, desechados, obligados al destierro o exterminados. Convirtiéndose el Estado en un delincuente más que obra conforme a las leyes del hampa, olvidando la ley y el respeto por el soberano.
En Argentina, como en gran parte de Latinoamérica, los sistemas totalitarios han dejado profundas laceraciones en el cuerpo creador de la República, permitiendo recién a mediados de los ochenta una apertura a las democracias. En las letras, los marginados a causa del disenso son innumerables.
No obstante, la condición de expresarse es un derecho natural de los hombres, y los artistas el alma cultural de las naciones.
Los pueblos saben cuando tienen que cantar.
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