Miremos por la ventana de Salvador Garmendia
A la mañana siguiente, después de la noche de bodas, cuando el ocurrente y diminuto cochero del pueblo de Insfree, haciendo uso del privilegio que le adjudicaba su condición de casamentero, abrió la puerta de la alcoba nupcial y contempló los pedazos del enorme lecho de casados, regados en el suelo como si hubieran soportado un huracán, exclamó, poniendo los ojos en blanco: !Homérico, apoteósico!…
Pero no era lo que el pequeño había imaginado: aquellos despojos no eran el resultado de la esplendorosa y envidiable batalla de los cuerpos en la noche de bodas, sino de una pelea de novios; un ataque irrefrenable de furia irlandesa, que había estallado en la mitad del cuarto. Porque estamos en la verde Irlanda y en la sala de cine donde nos cobijamos, la pantalla se ha abierto en dos y nos permite entrar a un mundo que parece transcurrir a un lado de la historia. Es un pueblo que empieza a darse a conocer entre la humedad y la neblina, mostrando sin resabios el carácter extrovertido de sus moradores; la explosiva manera de ser del irlandés, irreductible como la espesa yedra que cubre las paredes y las piedras de los caminos.
Ya habrán reconocido Uds. la película de que estamos hablando. Saben que se trata de El hombre quieto, de John Ford.
Y esa pelirroja desafiante, cándida en apariencia, pero con ojos que se llenan de ofrecimientos atrevidos, es Maureen O’Hara; mientras el caballero un poco tímido y con aire de forastero, que ahora se acerca pausadamente a la taberna es el musculoso John Wayne, paladín de numerosas epopeyas vaqueras, que en este momento se dispone a llevar adelante uno de los papeles menos convencionales de su larga carrera.
Los espectadores, muchos de los cuales ya estamos informados de lo que va a suceder, sólo aguardamos el momento de oro en que un primer directo a la mandíbula del malencarado Víctor Mac. Laren desencadene la pelea a puñetazos más prolongada, arbitraria y regocijante de la historia del cine. Los contendores deben recorrer unas cuantas millas de caminos rurales intercambiando golpes demoledores, mientras la multitud se aglomera detrás. Todos corren, gritan hasta desgañitarse, ríen a carcajadas, aplauden y piden más acción, mientras las apuestas se multiplican. Y es que estamos en Irlanda, donde nada de lo que ocurre puede suceder en alguna otra parte. Hay una manera de ser irlandesa, una manera nacional de sentir y de expresar los sentimientos, una conducta, una forma ruidosa de comunicarse, una costumbre de mirar alrededor y convencerse de que la razón de vivir está allí y no en otra parte. Así se manifiesta y se define en cualquier parte y en cualquier punto de la historia el temperamento irlandés. Y éste es el momento en que se me ocurre preguntar, ¿sucede lo mismo con nosotros, los venezolanos? Iba a decir, “salvando las distancias”, pero me arrepentí en seguida. Los pueblos son siempre los pueblos, con sus debilidades y sus pequeñeces y sólo cuando se enfrentan a las grandes pruebas, dan muestras de sus diferencias. Nuestra nación tuvo su prueba histórica: la Guerra de Independencia venezolana; la más devastadora y terrible de todo el continente. Pero, sigue en pie nuestra pregunta del comienzo y vale la pena pensarlo antes de responder. Si existen o no para nosotros las llamadas virtudes nacionales, es algo que deberían averiguar los sociólogos, si es que ellos tienen tiempo para eso; pero lo que parece cosa establecida, es que los venezolanos hacemos todo lo posible por ocultar lo que podría ser nuestra manera de ser, como si nos avergonzáramos de ella. No se trata de acumular méritos para la santidad. Al empíreo cristiano no hemos llegado todavía, ya que tanto José Gregorio como la Madre María siguen en cola, a las puertas de esa especie de palco presidencial, donde sólo los elegidos del Señor tienen cabida. Lo que digo es que deberíamos ser lo que somos, armarnos con lo que tenemos y presentar batalla con lo que creemos que podemos, si esperamos que el mundo nos vea como personas y no como la cola de algo; la rama de monte amarrada al rabo del papagayo para que éste vuele más alto. Para mí es un motivo de confortante orgullo ver a un venezolano que se comporta como su temperamento se lo indica, así parezca maleducado, irreflexivo, impaciente o temerario. Carecemos de buenos modales, claro que sí. Con frecuencia hablamos mal; pero el riesgo que confrontamos al querer reparar esas fallas, puede ser todavía más negativo que el error, porque puede significar perderlo todo. ¿Cómo podemos enseñar a un campesino que aguaitar no se dice? El lo dice; lo que significa que sí se dice y estoy seguro de que no hay en el idioma otro vocablo que exprese cabalmente lo que el hombre del campo designa con verbo tan antiguo; una raicilla del viejo Castellano que todavía moja los dedos. “¿Usted cree que va a llover?”, le preguntamos. “!Aguaite!”. Con esa respuesta, el hombre del campo está diciendo mucho más que “mire”, “vea”. Está diciendo mire las nubes; pero también sienta la brisa, huela el humor de la tierra, oiga volar los pájaros. El sabe que la lluvia está organizando su salida. La naturaleza nueve las piezas para empezar el juego. El verbo “aguaitar” se expresa con los cinco sentidos. Me acuerdo ahora del Coronel Vawell. Richard Vawell, un inglés o más bien irlandés (tal vez, durante su vida se vio obligado a ocultar su nombre en sus escritos, crónicas y novelas de indudable valor documental, precisamente porque él era irlandés y rebelde), el cual en sus memorias narra vívidos episodios de la Guerra de Independencia venezolana, en la que participó activamente. Su retrato del General Páez, en “Las sabanas de Barinas”, sorprende por su franqueza y autenticidad. El héroe es un soldado más. Monta en pelo, llevaba sombrero de cogollo, camisa de mochila, pantalón poncho de liencillo. La espuela amarrada al tobillo, el pie descalzo, el estribo encajado en la ranura del pulgar. Cuando dos destacamentos enemigos se sitúan frente a frente en los extremos de un paño de sabana y permanecen en posición de alerta, pero sin que ninguna de las partes se decide a iniciar el ataque, Páez saca su caballo al trote y se detiene en la mitad del campo. Va montado a la mujeriega, con el propósito de hacer escarnio de los españoles, en su propia cara. La guerra en ese momento parece una pelea de esquina: Páez reta a su contrincante con palabras hirientes y ofensivas. Vengo a pelearte como una mujer y todavía me tienes miedo! Los insultos van subiendo de tono. No sale un murmullo del lado español. No comprenden. Ellos pelearon contra Napoleón. Aquella no es su guerra. Los llaneros en cambio azuzan a su jefe, lanzan desafíos, amenazas, rechiflas y gritos de batalla…Me pregunto si algo como eso tendría significado hoy en día. Tal vez, recordando aquellos momentos, hasta el mismo General Páez sonreiría con benevolencia, al final de su vida, cuando recibió honores de héroes en Nueva York. Pero en aquel otro momento hizo lo que le correspondía hacer y se comportó con la temeraria rudeza que la Historia reclamaba a sus hombres. Exhibió su coraje a pleno sol, con desplante, con altanería. No era un General de correaje y polainas embetunadas. Era un guerrillero de lanza en mano y debía dar lecciones de coraje a unos llaneros duros y curtidos, que habían sido soldados de Boves. ¿Cómo esperar otros modales de alguien que sólo había recibido lecciones de la naturaleza y que desde niño tuvo que soportar las pruebas mas extremas para sobrevivir en un mundo primitivo y brutal donde la vida era un desafío sin tregua? No reniego de nuestros graduados que han aprendido cómo hacer las cosas y vuelven para aplicar sus recetas. Estas, con toda seguridad son las apropiadas, porque al fin y al cabo la economía no la inventamos en nuestro país ni lo que nos está pasando proviene de ningún morbo primitivo, de esos que únicamente nuestros chamanes amazónicos podrían sanar con exorcismos. No trato de invocar la magia, tan publicitada en estos días; pero invito a esos muchachos a asomarse a la ventana del apartamento y observar un momento la realidad; no sea que Simón Rodríguez, al fin y al cabo, venga a tener razón: “O inventamos o perecemos”.
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